jueves, 2 de abril de 2009

Amada Celia Hart Santamaría


La muerte de un ser humano, un animal o una planta, siempre es triste porque se pierde un archivo andante de la memoria de su tiempo; porque con la ausencia del ladrido de un perro o el trinar de un sinsonte nos perdemos la posibilidad de sentir lo hermoso de los sonidos que amamos; porque al convertirse en polvo un árbol, habrá menos oxígeno y menos belleza en este planeta al que sin remedio muchos van destruyendo cada día como si fuera propiedad personal.
Cuando la muerte llega sin esperarla, sin enfermedades, sin la edad apropiada, cuando aun se es útil, más bien muy útil porque podemos y queremos dar, más que lo que la necesidad y la urgencia ameritan, entonces, la ausencia se convierte en algo desgarrador, irreparable.
Hace un tiempo y después de mantener una correspondencia digital, me encontré un día con una mujer hermosa, increíblemente inquieta, que irradiaba luz con su sola presencia; alguien me dijo quien era y fui a presentarme formalmente: Compañera, ¿Usted es Celia? A lo que sin respiro me respondió cual una saeta: Usted no, tu…Si soy Celia y ¿quién tu eres? A partir de ese instante ya fuimos amigos para siempre, porque Celia Hart Santamaría , a pesar de cargar con dos apellidos ilustres en la historia y la cultura de nuestro país - de los cuales además vivía orgullosa-, no se escudaba como algunos en lo que pudieron haber hecho sus padres o su tío Abel, ella era ELLA y su impronta rápidamente se observaba en cada artículo, en la discusión donde participara, en la defensa de Trovsky y sus ideas, aun cuando muchos la criticaran porque no eran capaces de cuidar aquella máxima de Don Benito Juárez de que “el respeto al derecho ajeno es la paz”, mientras los inteligentes, los no acostumbrados a que le dicten los pensamientos y las ideas, la aplaudían y la invitaban una y otra vez a compartir con ellos su mensaje revolucionario; comunista de los de verdad, de los que no de rinden en un momento dado ni se dejan comprar con dádivas y sobornos, era capaz de discutir o exigirle respeto al pueblo a cualquier dirigente que, evidentemente, había perdido el rumbo, no importa cuan encima estuviera en el cuadro de mando, ni temía a represalias de nadie.
Los que tuvimos oportunidad de verla en cada reunión del Comité Internacional por la Libertad de los Cinco, sabemos bien de su entrega, de dar lo poco que tenía como fortuna personal para que una actividad saliera bien, de discutir hasta el detalle cada nueva propuesta ,no por capricho, sino porque decía que debíamos estar a la altura del sacrificio que nuestros hermanos injustamente prisioneros en cárceles del Imperio desde hace diez años , realizaban cada día por la libertad y la justicia de todos en este mundo. Hace sólo unos cuatro días la habíamos visto por última vez durante un acto emocionante en la Casa de la Amistad , del Instituto Cubano de Amistad con los Pueblos (ICAP), en el cual iba de mesa en mesa hablando a todos de los Cinco, pidiendo que hablasen de nuestros hermanos en cada oportunidad que se presentase y denunciaran el atropello y crueldad con que eran tratadas Adriana y Olguita por el gobierno de los Estados Unidos, negándoles una y otra vez las visas para ver a sus esposos y, con todos, era amable y capaz de convencer con su palabra directa al más duro de mente que pudiésemos encontrar. Esa Celia especial, mística y simple, furiosa y cándida como una paloma, capaz de echar lágrimas ante una injusticia, es la que siempre quiero recordar con cariño y gratitud porque me enseñó que se puede ser mejor cada día.
Sé que hoy muchos amigos la lloran desde Canadá hasta la Argentina y también en otras partes, pero quienes más han sentido su partida han sido los vecinos de su barrio, algunos de los cuales fueron los últimos en despedirse de ella ante el féretro oscuro y fantasmal que nada tenía que ver con su vida y su obra y ,sin que nadie les preguntara, decían a los que allí seguíamos: ¡era nuestra amiga, la querremos siempre! Cuando algo así sucede, sabemos que no sé pasó por la tierra en vano.
Como si fuera poco la muerte de Celia, con ella también se despidió a su hermano Abel Enrique, prestigioso abogado, apenas conocido, pero que deja textos insustituibles para la enseñanza del Derecho en nuestras universidades, como bien dijera Arleen Rodríguez Derivet en su despedida de duelo y eso dice mucho, pues ambos eran tan unidos desde su infancia que nada sorprende que decidieran partir juntos para seguir el camino que la vida les había deparado. Es injusto, pero no hay duda que también, desde mi punto de vista, lo veo como un capricho de las cosas inexplicables que suceden cada día y que no seremos capaces de interpretar en su justa medida, por ser sólo simples aspirantes a convertirnos en abono de las plantas en el momento que nos llegue la hora de dar el adiós definitivo.
Con ese amor que nos embriagaba, con esa fuerza en la palabra que nos dejaba sin respiro, con ese amor por su tío Abel, por su madre Haydée y por su padre Armando, por sus vecinos, por sus muchos amigos y amigas, por esa fuerza en la mirada que casi era capaz de convertirnos en estatuas de sal, por esos criterios firmes y por esa dulzura personal, siempre serás nuestra ¡AMADA CELIA!

Jorge Jorge González (DESACATO)
9/09/2008

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