sábado, 2 de diciembre de 2017

Sobre el mangle




El desembarco. Ese momento exacto en que se agota una ruta, un medio de transporte, y cambia bajo los pies el agua por la tierra –lento, muy poco a poco, de una forma pesada, como una prueba de fe, de resistencia–, fue de todo el recomienzo de la gesta por la libertad de Cuba, la más grande premonición.
¿Qué otras cosas podrían ocupar las mentes de los hombres empapados de mar y de cansancio, que atravesaban el mangle; con una mano en la rama, la otra asida al fusil, a la espalda la mochila con menos peso de plomo que el que llevaban las botas enfangadas?
¿Qué otros pensamientos martillando sino el conteo obstinado de las dificultades sucesivas que empezaron después del abordaje, con las primeras olas de la náusea incontenible, del calambre en la estrechez, de la sed entre un sorbo y el siguiente, del hambre que antecede a la ración, al bocado?
Esas fueron las visibles, las más evidentes y colectivas. ¿Qué hay de las otras, humanas por naturaleza?
Del miedo del novato marinero que se sabe en una cáscara de coco en medio de una tormenta en el golfo; de la desventaja de un combate en el mar contra una nave artillada de los guardacostas mexicanos no aparecidos, por suerte; o contra esas otras dos que bien pudieron ser de la avisada marina batistiana, y no los barcos pesqueros que siguieron de largo; del susto por el compañero Roque, que los sobrecogió creyéndolo ahogado; del lamento por el levantamiento de un Santiago ajeno a los retrasos de la expedición…
Y entonces las boyas del canal de Niquero que no coinciden con la carta náutica, la duda sobre el punto justo de la costa, el rumbo que se corrige una vez, dos, tres, y el amanecer que apremia una decisión mayor –«por aquí mismo, ahora»–, apenas a dos kilómetros del playón despejado y firme.
Pero estaba cantado desde antes, desde el Moncada mismo, desde el juicio, el presidio, los peligros del exilio, los inconvenientes en los preparativos…
Nada se le da tan fácil a un revolucionario, porque una idea que es un sueño y quiere hacerse verdad, necesita fraguarse en el crisol del rigor y el sacrificio.
Por eso ahora es el agua hasta el pecho, el lodo que se abre con el peso de las armas, los pertrechos, la comida, el mangle y toda su flora cortante y resbaladiza, las lanchas areneras que los vieron en pleno desembarco cuando todavía faltaba el pelotón de retaguardia, aún sobre el yate blanco, ya sin petróleo para el escape previsto a Caimán Brac.
La mano que se aferra a las ramas cambia con la del fusil, pero los pies no tienen alternativas, ahora el mangle, ahora el fango, y en la cabeza martillando el pensamiento al compás de cada paso pesado, pesadísimo; que busca darse ánimo, inyectar desde la psiquis una fuerza que venza toda la angustia de creer que son demasiadas pruebas para un comienzo, para una guerra que todavía no sonó el primer disparo de combate en aquel grupo de 82.
Y es que al frente hay un hombre que guía, que compulsa, que incluso sin hablar empuja y hala, porque no retrocedió a los vientos ni las olas, y ordenó zafarrancho en las cercanías sospechosas, y detuvo la marcha amén del gran retraso hasta encontrar la aguja en el pajar que era Roque en el agua, y administró la estrechez, y pensaba y actuaba con antelación, como cuando colimaba los fusiles a pesar del oleaje; porque llegar a tierra siempre fue para él una certeza, tanto como hacer la guerra y vencer, sin otra opción: libres o mártires.
Fuera entonces todos los pensamientos, que este mangle sobre el que se camina es apenas el primero. La guerra es en sí misma un largo manglar, la Revolución la tierra firme.
Premonición. El primer refugio la casa de un campesino. ¿Cuál sería el más grande y salvador apoyo sino el de los guajiros de la Sierra?
Mala consecuencia la sorpresa de Alegría de Pío, la dispersión, la cacería sangrienta, la caída terrible de muchos y valiosos compañeros.
Pero hubo un Cinco Palmas, y otra vez un Fidel optimista, a una distancia en que el triunfo se ve, claramente. Bastan los siete fusiles, los hombres, la voluntad: «¡Ahora sí ganamos la guerra!».
Vino en el yate para eso, para hacer la guerra, para ganarla. Lo había dicho: «si salimos, llegamos; si llegamos, entramos; si entramos, triunfamos».
En el Granma salió, llegó y entró. Fidel hizo la guerra. La ganó.

Dilbert Reyes Rodríguez | dilbert@granma.cu

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